Indizada en: Index Medicus Latinoamericano, LILACS.
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Bernardo Laufer Dorotinski

Periodicidad: continua
Editor: Mario Magaña
Abreviatura: Patologia Rev Latinoam
ISSN: 2395-9581
Indizada en: Index Medicus Latinoamericano, LILACS.

          

 

Bernardo Laufer Dorotinski

Patología

Patología 2018 ene;56(1):27-30.


Julián Arista-Nasr
Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán, Ciudad de México.


Recibido: 13 de febrero 2018
Aceptado: 15 de febrero 2018

Corrrespondencia:

Julián Arista Nasr
pipa5@hotmail.com

Este artículo debe citarse como:

Arista Nasr J. Bernardo Laufer Dorotinski Patología Rev Latinoam. 2018;56(1):27-30.

El nombre de Bernardo Lauffer es casi desconocido para las nuevas generaciones. Incluso en la Unidad de Patología del Hospital General de México donde lo conocí, siempre tuve la impresión de que los nombres y los renombres le eran indiferentes. Esto no deja de ser peculiar porque es la época en la que el ego tiende a desatarse y no pocas veces de manera desproporcionada. Las fantasías acerca de nuestra grandeza como patólogos formados y certificados representan nuestra edad de la inocencia. La realidad no tardará en ponernos los zapatos de vuelta en la tierra.

Bernardo fue hombre siempre en movimiento que solía ir presuroso de un lado a otro sin que nadie supiera a ciencia cierta cuál era su destino sino el fondo de cualquier pasillo. Era fornido y usaba unos lentes gruesos que constantemente ajustaba en su lugar. No recuerdo haberlo visto platicar con sus compañeros de generación ni participar en las numerosas reuniones y tertulias que con cualquier pretexto se desataban en la Unidad.

El primer encuentro personal lo tuvimos por accidente en el comedor. Yo era entonces residente de cuarto año y si no mal recuerdo, el cursaba el segundo. Después de almorzar en silencio y pasear su mirada nerviosa y vigilante sobre las mesas vecinas me preguntó sin preámbulos si quería asistir a la boda de su hermana. Dado que no teníamos ningún antecedente amistoso me sorprendió la deferencia, pero le dije que sí. Sacó de entre su pesado portafolio la invitación oficial ya con mí nombre. Sin más que agregar solo me pidió que fuese puntual. Lo fui.

Ese sábado asistí por primera vez a una boda judía. Sentado a su lado me explicó paso a paso el significado de la ceremonia. Poco después me presentó a sus hermanos y por primera vez lo noté feliz y relajado. Solía reírse a veces por ocurrencias nimias sacudiendo su portentosa anatomía. Una vez concluida la reunión me senté a esperarlo, pero luego de casi dos horas y estando el salón ya casi vacío me enteré de que ya había partido. Su conducta no significaba indiferencia ni descomedimiento. Hoy lo asocio al comportamiento de mi hija. Una vez terminado el evento y el entretenimiento no hay ninguna razón lógica para permanecer ahí. Las buenas maneras y las formalidades lo tenían sin cuidado. Simplemente, ya era suficiente.

El lunes siguiente le comenté cuán agradable había sido la reunión y le agradecí lo aprendido en la ceremonia. Bernardo me miró por unos segundos, asintió y luego me respondió cualquier cosa que no tenía ninguna relación con la boda. Aunque con frecuencia nos encontramos en los cubículos y los pasillos del departamento nunca regresamos al tema. No parecía tener ningún interés en perder el tiempo en conversaciones que le parecían triviales. Lo recuerdo con un libro bajo el brazo o sosteniendo su charola de quirúrgicos con montones de laminillas desperdigadas.

Terminé la residencia y algunos meses después regresé al hospital de visita. Caminaba descuidado y sentí una mano enorme sujetándome el brazo. Era Bernardo. Nos sentamos a conversar y me preguntó si había visto casos interesantes. Le comenté algunos que en ese momento recordaba y traté de intercambiar opiniones. Sin embargo, él mantenía la vista distraída a la distancia, en algún lugar indefinido. Cuando concluí mi letanía de los “casos interesantes”, me volvió a mirar y me preguntó… “oye, supongo que habrás visto casos interesantes” y otra vez al mismo rollo, pero ahora ya abreviando. A la tercera vez y con la misma pregunta le comenté que lo dicho al respecto era todo.

- ¡No más casos interesantes!

Me levanté y cuando me disponía a partir preguntó: y ahora que vas a hacer… La pregunta no podía ser más oportuna. Semanas antes había viajado a Los Ángeles y luego de conocer la desoladora rutina gringa planeaba ir a Barcelona a estudiar con el Dr. Fermín Algaba patología urológica. Tal vez sin poner mucha atención a mi explicación sacó de la bolsa un papel arrugado donde estaba anotada una dirección:

- Es un sitio que alquilo en Nueva York. Estaré ahí unos días más, pero si te decides puedes instalarte en un par de semanas.

Aprovechando esta segunda invitación, días después estaba ante la puerta del departamento. Era un edificio frío y sombrío, cercano al Central Park. Antes de tocar dos veces me abrió. Sin saludos ni alaracas me comentó, vamos al Beth Israel para que conozcas a la jefa y luego a otro hospital al que pretendía ingresar. Aunque había obtenido una plaza en el IMSS quería tener las mejores credenciales a su regreso. Luego de haber obtenido el primer lugar en el examen del Consejo Mexicano de Patólogos sin hacer alarde alguno, había aprobado ya todos los exámenes gringos que parecían (y parecen) diseñados para no recibir a más médicos extranjeros. Pero él ya había superado la prueba.

Luego del recorrido regresamos hastiados. Encendió la radio y luego de escuchar las novedades de Israel y su guerra permanente me dijo: estaré algunos meses viendo patología quirúrgica en este país. No me gusta cómo se trabaja en la clínica del IMSS y quisiera llegar a mejorar el servicio. Estaré fuera unos días, pero si te hace falta algo llámame a este número… anotó un teléfono y me lo dio. Listo.

Miré alrededor. Una TV de casi dos metros colocada al azar ocupaba buena parte del espacio, y a su alrededor muebles de distintos colores semejaban más bien un bazar y no un departamento de estudiante. En una cama bofa, vi migajas y pedazos de sándwich en diversos estados de descomposición y en torno a ella media docena de coca colas vacías. Un baño pequeño, una cocina al fondo y más allá, los rascacielos que iluminaban la noche neoyorkina.

Pensé en cómo habría de organizar esos días ahí y lo busqué para preguntarle por tiendas y restaurantes cercanos. La puerta de la entrada se encontraba entreabierta y solo vi un elevador viejo que se abría y cerraba sin ningún sentido. Bernardo ya había partido. Me senté a esperar y por un momento me sentí el vecino de Barton Fink. Luego de marcar el número telefónico apenas entendí que ya había salido de la ciudad. Por segunda ocasión su generosidad me había llevado hasta ahí pero ahora me sentía desamparado. Luego de 24 horas de ayuno busqué algo en el refrigerador y sólo encontré los residuos de algunos vegetales, una cátsup petrificada y una botella de mezcal.

Sin puntos de referencia salí y cené comida china a 20 grados bajo cero, mientras miraba a través del cristal a varios pordioseros amontonándose en una esquina para pasar la noche. Las heladas no solo hacían difícil disfrutar de la ciudad, sino que marcaban dramáticamente la indigencia y la penuria. Luego de un breve sueño… mi eterno insomnio reapareció. Encendí la TV de madrugada y vi a un Tribilín malabárico trepado en una bicicleta de 5 metros y a un grupo de niños frenéticos y pecosos acompañados de sus padres aplaudiendo a su alrededor. Aquello ya no tenía sentido y medité ¿cómo los Estados Unidos podía ser un país portentoso?

Días después fui a Boston, la ciudad más impecable, hermosa y aburrida del mundo. La conocí mientras el conductor de un trenecito nos proporcionaba algunos datos históricos de los héroes de la Independencia haciendo sonar una campanita y festejaba con algunos turistas sus chistes bobos. Como nunca eché de menos a Cantinflas y al Loco Valdés.

Regresé a la caótica Ciudad de México, tal como se vuelve con una novia insoportable y neurótica. Y como ya estaba escrito, tiempo después encontré a Bernardo en un pasillo. Caminó directo hacia mí con su rostro inexpresivo y sin saludar ni mencionar New York me la aplicó una vez más: “¿qué casos interesantes has visto?” Supongo que esa era la manera de decir: ¿cómo te ha ido? o algo parecido.

Él había regresado al Seguro Social y me dijo que, a pesar de sus estudios de posgrado, el director del hospital luego de recibirlo con una calurosa felicitación lo acompañó al departamento de Patología. Abrió la puerta y le comentó: ahora sí Dr. Lauffer vamos a aplicar todos esos conocimientos… Las biopsias se habían arrumbado sin haberse siquiera anotado. Refrigeradores fétidos y sanguinolentos desbordaban placentas, fetos, úteros, patas y mastectomías. El señor director había traído de otro sitio varias mesas para atiborrarlas de biopsias mohosas y podridas pero lo que no se le ocurrió fue traer a un patólogo temporal que se hiciera cargo del servicio. Nunca supe cuánto tiempo le tomó a Bernardo poner en orden aquel desastre, pero lo hizo.

En lugar de la vida académica a la que aspiraba y para la que tanto se había preparado solo encontró burocracia, abulia e indiferencia. Supe que, en una ocasión, luego de preparar esmeradamente una sesión clínico-patológica, nadie asistió. Sin embargo, su interés por la patología nunca menguó. Minerva Lazos, amiga de tantos años me escribió: Bernardo se convirtió en asistente asiduo a los congresos, sesiones mensuales y cursos organizados por la AMP. Siempre iba personalmente a hacer sus pagos a la oficina, y los hacía en efectivo porque no usaba cheques ni tarjeta de crédito.

Años después, mientras cenaba en la Zona Rosa con un grupo de amigos lo vi a lo lejos. Cruzó la calle de Niza apresurado con su figura inconfundible. Le llamé en vano, pero se esfumó entre la multitud.

Cuando supe que había fallecido solo y sin posibilidad de auxilio, entristecí. Lamento que personas tan nobles como él, partan así. Fue un hombre solidario y solitario que nunca negoció sus favores. Bastaba mencionar cualquier cosa en la que pudiese intervenir para tener su apoyo. Tenía un gran corazón y una reserva de niño curioso que nunca pudo desarrollar debido a la mediocridad, la indiferencia y la burocracia nacional. Fue un hombre de hechos y no de palabras que actuaba en el momento preciso y obtenía resultados concretos. Mucho se ha hablado de la forma irracional con que se desperdicia el talento en México. Sin duda, su vida es un ejemplo. Aunque nunca lo conocí a fondo, me dejó una enseñanza en este mundo atestado de egoístas utilitarios: la lección de su silenciosa generosidad.

Que Dios te bendiga Bernardo.

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