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Cinco razones para querer y admirar al Dr. Ruy Pérez Tamayo
Patología
Patología 2022; 60: 1-4.
https://doi.org/10.24245/patrl.v60id.7483Gonzalo Celorio
Presidente de la Academia Mexicana de la Lengua.
Recibido: enero 2022
Aceptado: febrero 2022
Celorio G. Cinco razones para querer y admirar al Dr. Ruy Pérez Tamayo. Patología Rev Latinoam 2022; 60: 1-4.
Reproducido con la autorización de Dn. Gonzalo Celorio, Presidente de la Academia Mexicana de la Lengua.
Amigos y amigas:
Entre las numerosas obras de Ruy Pérez Tamayo, que El Colegio Nacional de México ha venido recogiendo en 26 corpulentos volúmenes, figura una sabrosa plática destinada a jóvenes preuniversitarios, que abrigó el propósito de presentarles como feliz alternativa de su vida académica la carrera científica. Se titula Diez razones para ser científico y tiene un marcado carácter autobiográfico en tanto que da cuenta, en muy breves páginas, de su vida estudiantil y de su trayectoria profesional. Con base en esta pequeña pero muy bien cribada obra, he escrito un texto que, en obvia alusión a aquélla, he titulado, más económicamente, Cinco razones para querer y admirar al doctor Ruy Pérez Tamayo; Lo leeré a manera de laudatorio, en esta ceremonia de entrega del Premio Internacional Menéndez Pelayo en su XXII edición. Y no solo como reconocimiento, sino también como acción de gracias por los dones recibidos de la creatividad, el magisterio, la sabiduría, la entrega y la escritura de Ruy Pérez Tamayo.
Cinco razones para querer y admirar al doctor Ruy Pérez Tamayo
De niño, Ruy imaginaba que podría ser músico, como su padre; filósofo, pintor, historiador, tenista, escritor, viajero, maestro, torero y también, ¿por qué no?, un científico al que galardonarían en una ceremonia solemne que habría de celebrarse en un país de clima frío. Pensó en todas estas posibilidades durante su infancia, que transcurrió entre Tamaulipas y la Ciudad de México. Y en cierta forma, llegó a ser todo lo que imaginó, con excepción, acaso, de torero, aunque su fantasía lo llevó a crear una suerte para la fiesta brava llamada la Ruyina, que consiste en un pase de capa sensacional -cruza de rebolera y media verónica- de complicada y difícil ejecución. No imaginó acompañar al piano proyecciones de películas mudas o escribir guiones radiofónicos como El monje loco o desempeñarse como locutor, tareas todas ellas que realizó su padre, pero qué duda cabe que se convirtió en una de las voces más escuchadas a propósito de las ciencias y de las humanidades en México y en otras partes del mundo y en una referencia obligada en la investigación biomédica. Curiosamente, tampoco imaginó de niño ser médico, pero, como él dice con frecuencia: la vocación no existe, son las contingencias, los accidentes de la vida los que definen la profesión. En su caso, fue el ejemplo de Rafael, su hermano mayor, el que lo llevó a inscribirse en la Escuela de Medicina de la Universidad Nacional de México, como aquél lo había hecho dos años antes. El ejemplo, sí, pero también la precaria situación económica de su familia, pues si estudiaba Medicina, podría utilizar los costosos libros de su antecesor, como después, el tercer hermano, también médico, utilizaría los suyos. Fue también por consejo de Rafael que se inscribió en el curso del doctor Isaac Costero, eminente exiliado español republicano, académico de altos vuelos, de cuya sabiduría Ruy quedó embelesado desde el mismo momento en que lo conoció, al punto de querer ser como él o, mejor dicho, ser él. Con el tiempo logró igualar a su maestro, si es que no lo superó, para gloria de ambos. También pudo haber imaginado que conocía a una mujer regiomontana de ascendencia alemana, llamada Irmgard, científica, apasionada de la música y la literatura, con quien tendría tres hijos: Ruy, María Isabel y Ricardo, que le darían cinco nietos y éstos, tres bisnietos, todos dedicados a las ciencias o a las humanidades. Pero la imaginación sí le dio para anhelar la felicidad. Y acaso se quedó corta porque si algo define a Ruy Pérez Tamayo es la felicidad con la que vive y disfruta de la vida y sus innumerables dones.
Lo llamaban niño académico en la Escuela Nacional de Medicina, porque al tiempo que cursaba el quinto semestre de la carrera, impartía clases a sus compañeros de tercero. La muerte a mitad de curso del doctor Anastasio Vergara, de quien Ruy era adjunto, lo obligó a tomar las riendas de la clase. Nunca más las soltó.
Desde 1948 ha formado a cientos de alumnos en aulas y laboratorios de universidades de México y del extranjero, en hospitales, en unidades de investigación (como la de Anatomía Patológica del Hospital General y la de Patología de la Facultad de Medicina de la UNAM, creadas por él mismo); en grupos piloto,encaminados a innovar la enseñanza de la Medicina y la formación de investigadores; y también en sus artículos científicos, en sus ensayos y en sus incontables libros, entre los cuales los dedicados a la divulgación científica ocupan un lugar significativo.
Ruy disfruta el ejercicio cotidiano de la docencia. Es un maestro enamorado de su quehacer porque sabe que la docencia es la manera de comunicarles a sus alumnos no sólo lo que sabe, sino la forma de observar e interpretar la vida; el modo de explicarles y de hacerles entender, hasta donde esto es posible, cómo está configurada la realidad al margen de las creencias, las supersticiones o los prejuicios que la distorsionan. Gracias a su ejercicio cotidiano de la docencia, puede formular preguntas pertinentes y aventurar respuestas posibles que se encaminan a la verdad y le dan un mordisco a la ignorancia, pero, sobre todo, puede volver a ser alumno, aprender, crecer y ver la realidad con ojos renovados..
La Universidad Nacional Autónoma de México, su casa, lo reconoció como uno de sus maestros e investigadores eméritos; diversas instituciones educativas le han concedido el doctorado honoris causa y cientos de científicos reconocen su magisterio. No es que él presuma de haber tenido a tales o cuales alumnos que han descollado en el ámbito del conocimiento científico y particularmente de la medicina, sino que son ellos, sus discípulos, quienes lo reconocen como su maestro.
En el laboratorio de Raúl Hernández, uno de sus mejores amigos de la primera juventud, Ruy supo que acabaría por dedicarse a la investigación científica cuando aún era estudiante de la carrera de Medicina. Raúl había improvisado en su casa un rudimentario laboratorio de fisiología. Por las noches, él y Ruy hacían experimentos con gatos que atrapaban en las azoteas vecinas, con métodos pacíficos que se limitaban a bolsas y esponjas humedecidas con valeriana. Una vez en su poder, anestesiaban a los felinos y practicaban en ellos todo género de experimentos. Hacían ciencia, pues. En este laboratorio, el único que siempre tiene la razón es el gato, rezaba el letrero que colgaba a la entrada del laboratorio. Así las cosas, durante la mañana Ruy era estudiante teórico de Medicina y por la noche, científico experimental. Una vez graduado de médico cirujano, eligió el camino de la investigación científica.
Ruy Pérez Tamayo es pionero en la investigación biomédica en México y fundador de instituciones que, a pesar de tener recursos limitados, llevan a cabo una labor de punta para el desarrollo científico del país. En su calidad de investigador científico, ha sido miembro del Instituto Nacional de Cardiología, director de la Unidad de Patología de la UNAM, jefe del Departamento de Enseñanza e Investigación Científica del Hospital General; jefe del Departamento de Patología del Instituto Nacional de Nutrición, y ha hecho significativas aportaciones a la Medicina; entre ellas, la descripción del efecto de la metionina en la cicatrización de las heridas; la identificación de padecimientos como la aterosclerosis, los tumores del corazón y pericardio, el carcinoma primario del hígado, la cirrosis intersticial difusa, el carcinoma bronquiolo-alveolar. Por sus contribuciones a la Patología en particular y a la ciencia en general, el gobierno mexicano le concedió en 1974 el Premio Nacional de Ciencias y Artes, en el área de ciencias físico-matemáticas.
Nada humano le es ajeno. Ruy es un hombre de espíritu renacentista actuante en el siglo XXI. No se limita a catalogar hechos y teorías sobre distintos aspectos de la naturaleza; también ahonda en las bases filosóficas que los sustentan, la historia de su desarrollo, las estructuras sociales en las que se dan y en las que se expresan. Además, por si fuera poco, es melómano, buen dibujante, sensible, reflexivo, inteligente, disciplinado, tan amigable como exigente, tan cordial como riguroso, tan tolerante como crítico.
Ruy Pérez Tamayo ha dedicado buena parte a la tarea no siempre bien reconocida de divulgar el conocimiento científico, lo mismo en escuelas de educación básica que en prestigiosas universidades; pero también en la cancha de tenis, en la sobremesa de una comida familiar, en los recesos de las sesiones de la Academia Mexicana de la Lengua, sin impostaciones, sin demandas de atención, con la misma naturalidad de la naturaleza, vaya. No para nunca. No deja de hacer preguntas, de cuestionar el pensamiento del interlocutor, de poner en marcha el cerebro y de responder con un honesto no sé, cuando no sabe.
Ruy comenzó esta labor de divulgación científica en la revista Física, luego la prosiguió en Naturaleza, más tarde en el periódico La Jornada. A mediados de los años ochenta, el Fondo de Cultura Económica creó la colección La Ciencia para Todos (que entonces apareció con el nombre de La Ciencia desde México). Ruy creía que el proyecto estaba condenado al fracaso y, a pesar de su escepticismo, fue uno de los impulsores de esta serie de libros que, desde entonces, divulgan el conocimiento científico y la filosofía de la ciencia en español, lengua en la que muchos científicos prefieren no escribir, porque las revistas más prestigiosas del tema se publican en inglés. Ahora son muchos los medios para hacer periodismo científico, inclusive la UNAM cuenta con un diplomado al respecto, pero nada de esto sería posible sin los investigadores y científicos que, como Ruy, supieron que la divulgación es una función indispensable de la investigación científica, Ruy Pérez Tamayo es miembro numerario de la Academia Mexicana de la Lengua desde 1987. Su discurso de ingreso se tituló Medicina y cultura. Desde que se fundó la Comisión de Consultas de la Academia en enero de 2005, Ruy ha formado parte de ese cuerpo colegiado que se encarga de dar respuesta a las consultas de lengua española realizadas por el público general o por diversas instituciones gubernamentales o particulares. Durante diez años tuve el privilegio de presidirla, y más aún, de convertirme en alumno de Ruy los jueves cerca del mediodía, que es cuando sesiona. Ruy toma asiento con postura y vestido impecables; discute con elocuencia, sapiencia, precisión, curiosidad y buen humor el origen de una palabra; el uso de un vocablo, la construcción de una oración, la historia de un término. Hace que todos los presentes nos preguntemos más acerca de las palabras, las cuestionemos y no las demos por sabidas e inmodificables, y lo mismo cuenta anécdotas gozosas, que articula juicios críticos.
En el seno de la Comisión, en sus ensayos, en sus conferencias, en sus libros, resuma el amor de Ruy por las palabras, su interés y gusto por el español. Serendipia es un término que le gusta citar. No en vano tituló así uno de sus libros en el que reúne ensayos de temas de su más profundo interés, como el arte, la ciencia, la religión, la historia, la filología, el humanismo, la política. Serendipia significa ‘hallar algo valioso de forma casual’. Para mí una verdadera y feliz serendipia ha sido encontrarme en el camino de la vida con Ruy Pérez Tamayo.
Las diez razones para ser científico suscritas por Ruy son para no tener jefe, para no tener horario de trabajo, para no aburrirse, para hacer siempre lo que nos gusta, para usar mejor el cerebro, para que no nos tomen el pelo, para hablar con otros científicos, para aumentar el número de científicos en México, para estar siempre contento y para no envejecer. Me consta que Ruy las vive y las ejerce, y son suficientes para galardonarlo hoy, como él lo imaginó en sus años mozos, con el Premio Internacional Menéndez Pelayo, que reconoce la repercusión y la dimensión humanística de su obra científica.