Indizada en: Index Medicus Latinoamericano, LILACS.
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Evocación del Doctor Ruy Pérez Tamayo

Periodicidad: continua
Editor: Mario Magaña
Abreviatura: Patologia Rev Latinoam
ISSN: 2395-9581
Indizada en: Index Medicus Latinoamericano, LILACS.

          

 

Evocación del Doctor Ruy Pérez Tamayo

Patología

Patología 2022; 60: 1-9.

https://doi.org/10.24245/patrl.v60id.7484

Francisco González-Crussí

Profesor Emérito de Patología, Nothwestern University Medical School.


Recibido: enero 2022
Aceptado: febrero 2022

Este artículo debe citarse como:

González-Crussí F. Evocación del Doctor Ruy Pérez Tamayo. Patología Rev Latinoam 2022; 60: 1-9.

De la interesante labor científica del Doctor Ruy Pérez Tamayo simplemente “Ruy” para sus amigos y estudiantes, cariñosa apelación que seguiré aquí existe una muy abundante documentación. De su asombrosa productividad en lo que hoy se denomina “humanidades médicas” hay también un recuento exacto, completo y fácilmente accesible consultando la internet. Los sitios oficiales de las instituciones a las que Ruy perteneció: la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México), El Colegio Nacional, la Academia Mexicana de la Lengua, para nombrar solo tres de las principales, pueden proveer una compilación detallada de sus numerosas publicaciones. Por eso en el presente escrito no pretendo examinar con ningún detalle su labor científica y cultural, sino únicamente manifestar mis impresiones personales, enteramente subjetivas, sobre la vida y obra de este gran médico, verdadero prócer de la anatomía patológica en México.

Por sus múltiples alusiones auto-biográficas sabemos que Ruy quiso desde muy temprano definirse como un científico. Dos personajes fueron determinantes en el afianzamiento de esta tendencia. Un compañero de estudios, Raúl Hernández Peón (1924-1968), quien llegó a ser un destacado fisiólogo, le reveló la fascinación que ejerce la observación directa de las escondidas e insospechadas acciones que ocurren en interior del cuerpo, y sobre todo el inefable deleite que produce entender, mediante experimentos, las leyes que regulan dichas acciones. Ruy relataba con su habitual chispa y gracejo, que su amigo tenía, con el apoyo de sus padres, un laboratorio improvisado en el sótano de su casa, y que para realizar experimentos ambos se valían de gatos silvestres, es decir, no domésticos, que atrapaban en las azoteas de los edificios del vecindario.

Poco después, cuando ya cursaba el tercer año de la carrera de medicina en la entonces Escuela (después Facultad) de Medicina de la UNAM, Ruy sintió una nueva fascinación. Uso este término como el más idóneo para la experiencia a que me refiero. El que está fascinado está “fuera de sí,” se olvida de sí mismo; Jean-Paul Sartre definió la fascinación como “la negación radical y el auto-olvido del ego,”1 y los eruditos trazan la palabra latina fascinum al griego baskanos que significa estar “embrujado” o “endiablado”2 La causa del “embrujamiento” de Ruy esta vez fue su primer contacto con el Doctor Isaac Costero, el personaje cronológicamente segundo, pero primero en importancia en la orientación académica de Ruy. Costero fue un destacado científico español arrojado fuera de España por la violenta borrasca de la Guerra Civil Española en los 1930s, y, para nuestra gran ventura, venido a México a buscar una nueva vida. Pronto fue nombrado profesor de anatomía patológica en la escuela donde Ruy era estudiante. Así, Ruy conoció al maestro Costero asistiendo a sus clases. Pero para hablar del trascendente encuentro, lo mejor es ceder la palabra a Ruy, quien escribió:

“ Cómo expresar cuál fue mi experiencia? Las palabras nunca han sido más insuficientes que ahora. Aquello no era una clase, era una revolución espiritual, era una invasión inesperada de mi pobre personalidad aún sin definirse, era una revelación de todos mis pequeños recovecos interiores por una luz intensísima … El maestro Costero era un seductor, en el sentido más puro del término, y todas las pobres defensas que yo intenté enarbolar ante la fogosa embestida de su personalidad fueron rápidamente derrotadas. Mi reacción fue, simplemente, “Yo quiero ser como él.”… Yo asistí a sus clases intrigado al principio, embelesado después, y seducido finalmente. Cuando terminé el curso ya no pensaba en otra cosa. Mi ambición en la vida, la meta de todas mis aspiraciones , el sueño dorado de mi existencia, era convertirme en algo parecido (toute proportion gardée), al maestro Costero.”3

Esta descripción me hizo una gran impresión porque puede aplicarse, palabra por palabra, a lo que yo sentí al confrontar la personalidad de Ruy por vez primera. Es, por así decirlo, la descripción “genérica” de la conmoción psicológica que sacude a una mente joven que de repente descubre su “modelo a seguir” de ese momento en adelante. Es, en suma, la representación verbal de una súbita revelación.

Recuerdo bien los pormenores de aquella “revelación.” Ruy presentaba los resultados de uno de sus estudios sobre la colágena. Sus clases me habían alertado sobre la importancia del tema. Por ejemplo, recordaba yo que el destacado patólogo inglés Robb-Smith comparó la dureza y resistencia de las fibras colágenas al hierro forjado. Por eso la substancia colágena abunda en nuestros tendones, ligamentos, y estructuras que requieren gran fuerza de tensión. Sin embargo, normalmente el organismo es capaz de formarla y disolverla con asombrosa rapidez, como sucede durante el crecimiento uterino del embarazo y su disminución de volumen en el post-parto, Desgraciadamente, la medicina actual no cuenta con medidas efectivas para detener o revertir la progresiva fibrosis de los procesos patológicos, como sucede en la cirrosis del hígado y otras enfermedades. De ahí la importancia de estudiar los mecanismos básicos de la formación de fibras colágenas (colagenogénesis) y su resorción (colagenolisis). Ruy, con la colaboración de su esposa, la investigadora Irmgard Monrfort, discutía un interesante modelo experimental para estudiar dichos mecanismos. Consistía en la inyección subcutánea de una substancia llamada “caragenina” (“cuyo nombre nos da miedo pronunciar” decía Ruy con su habitual sentido del humor), proveniente de plantas marinas que crecen en las rocas y es ampliamente usada en la industria alimentaria como aditivo para emulsionar, conservar, y dar consistencia a algunos alimentos. Se trata de un polisacárido sulfatado que al inyectarse produce una violenta reacción inflamatoria seguida de abundante depósito de colágena (colagenogénesis); pero en unos diez días a dos semanas después, esta reacción está en plena fase de involución: la colágena se derrite como nieve bajo el sol (colagenolisis). Se trata, entonces, de un modelo experimental muy práctico para estudiar las fases sucesivas de formación y destrucción de la colágena.

Yo asistí, siendo estudiante, a una de sus presentaciones sobre este tema. Aún recuerdo mi emoción, hecha de componentes que Ruy categorizó, acertadamente, como factores de “seducción.” Por una parte, el razonamiento lúcido, inexpugnable, de los argumentos que servían de base a su experimento. En seguida, la presentación de los resultados, en los cuales había un elemento artístico. En efecto: recuerdo las bellísimas imágenes obtenidas mediante microscopía con luz polarizada de los tejidos inyectados con caragenina y teñidos con “Sirius red” y otros bellos colorantes usados en histología. Siempre he creído que la estética tuvo mucho que ver con mi afición a los aspectos microscópicos de la patología. Y finalmente las conclusiones, expuestas con lenguaje llano, directo, y amenizado, siempre que no resultara incongruente, con una punta de fino humor. Ese despliegue de mezcla de elementos derivados de lo más alto que tiene el espíritu humano: el raciocinio, el orden, la belleza, y el placer consubstancial al hallazgo de una nueva verdad; esa mixtura de lo que más nos eleva y ennoblece como especie entre todos los seres vivos, fue lo que me hizo decir, igual que Ruy años antes al escuchar a su maestro: “Yo quiero ser como él.”

En más de medio siglo de docencia, Ruy debe haber suscitado estos sentimientos en incontables estudiantes. Hubo por lo menos uno que se hizo un notable investigador y dedicó buena parte de su vida al estudio de procesos biológicos relacionados con la colágena: Marcos Rojkind, ganador del Premio Nacional de Artes y Ciencias. Lamento no haberlo conocido personalmente. La tradicional escasez de fondos para la investigación en México, lo hizo emigrar a los Estados Unidos, donde Rojkind ensanchó con su labor el conocimiento de los mecanismos moleculares de la fibrosis y la cirrosis hepática. Otros estudiantes de Ruy, aun sin convertirse en investigadores, quedaron profundamente marcados por el ejemplo de sus preclaras virtudes: su amor a la ciencia, y su respeto a la verdad. ¿A cuántas mentes jóvenes se extendió su provechosa influencia? Imposible calcular el enorme beneficio que Ruy rindió a México en casi sesenta años de docencia.

Cuatro años trabajó el joven Ruy en el laboratorio del doctor Costero, al cabo de los cuales surgió un doloroso desacuerdo entre ellos. El origen de la desavenencia requiere un preámbulo. Costero había pertenecido al grupo de científicos liderados por el eximio Santiago Ramón y Cajal. Uno de ellos, Pio del Rio Hortega, fue mentor de Costero hasta el estallido de la Guerra Civil en España. Es bien sabido que este grupo de investigadores españoles realizó estupendos descubrimientos relativos a la estructura del sistema nervioso. Recuerdo que un neuropatólogo de la Universidad de Florida me decía, hablando de Cajal: “Es que es algo increíble; apenas puede concebirse; ¡él solo, trazó el mapa entero de la estructura celular del cerebro humano!” La verdad es que no fue “él solo,” pero es indudable que Cajal y sus colaboradores revolucionaron el conocimiento de la histología de todo el sistema nervioso. Para ello se valieron de tinciones histológicas a base de sales de plata, (la llamada “impregnación argéntica,”) que resultaron ser excepcionalmente adecuadas para teñir las células del sistema nervioso. Dichas técnicas, inicialmente desarrolladas por el científico italiano Camillo Golgi (1843-1926), fueron refinadas y soberbiamente explotadas por los españoles. Ruy se familiarizó con esos procedimientos en el laboratorio del doctor Costero, lo cual es tanto como decir que los aprendió directamente de sus principales ejecutores, es decir, la excelsa escuela histológica española de Ramón y Cajal.

El genio español que hizo posible aquellos extraordinarios descubrimientos se concretó bajo al menos tres modalidades: una potentísima capacidad de intuición, una vigorosa imaginación, y una capacidad de trabajo insuperable. De diversos relatos anecdóticos se colige que el rigor metodológico no fue una de sus virtudes. Las tinciones argénticas como entonces se practicaban eran notoriamente inestables, bien poco fidedignas. Parecía que diferentes cortes de tejido requerían diferentes ingredientes, o diferentes concentraciones de ingredientes. Se decía que las concentraciones necesarias para obtener buenos resultados variaban según la estación del año; no era la misma en verano que en invierno.4 Pero cuando las cosas “salían bien” los resultados eran espectaculares. Nimios detalles de las neuronas, hasta sus más finas raicillas, podían visualizarse claramente. La siguiente anécdota de esos tiempos da idea del desaliño metodológico que a veces se manifestaba.

Una delegación de científicos suecos viene a visitar el laboratorio de Cajal. No han podido reproducir las bellísimas preparaciones histológicas con las cuales la escuela española ha asombrado a la comunidad científica mundial. Atribuyen la dificultad a alguna discrepancia de método y piensan esclarecer sus dudas hablando directamente con el sabio español. Traen consigo frascos de vidrio conteniendo cortes de cerebro inmersos en una solución. El método requería colocar el tejido nervioso endurecido en una solución de bicromato de potasio por un tiempo, para después sumergir pequeños fragmentos en una solución de nitrato de plata (o proteinato de plata, “protargol”). Muestran los especímenes a Cajal, diciéndole que han seguido al pie de la letra las instrucciones publicadas por él en una revista especializada, sin obtener que la técnica funcione adecuadamente. Cajal toma los frascos, los levanta para observarlos al trasluz, y dice que falta algo en la solución. Los suecos reiteran que han seguido las instrucciones puntualmente. Cajal pide que le traigan el ingrediente que falta, (el bicromato de potasio, supongo); abre el frasco que lo contiene; vierte un poco del polvo en la palma de su mano izquierda, y en seguida mece esa substancia con suaves movimientos hacia arriba y hacia abajo.

En otras palabras, “sopesa” una cantidad el compuesto “al tanteo.” Vierte entonces el polvo en el frasco con los fragmentos de cerebro, y ¡ya está! las tinciones funcionan. ¡Y los suecos que habían medido los ingredientes con balanzas de precisión, siguiendo las instrucciones publicadas en una revista científica! La delegación sueca partió sin haber logrado la información que buscaba.

Sobra decir que la metodología desgalichada era blanco de sátiras y jocosos comentarios. El maestro Costero, miembro de aquella ínclita escuela, trajo a México las delicadas técnicas de tinción argéntica que fueron la base de tantos maravillosos descubrimientos, y se esmeraba por lograr resultados positivos extremando las precauciones. Pero algunas fallas no podían evitarse, y desafortunadamente, tampoco las bromas. Muchos años después del lamentable fallecimiento del Doctor Costero, durante una charla con Ruy, le pregunté, bromeando: “¿Es cierto que en la preparación de las tinciones argénticas tenían ustedes que triturar loa ingredientes en un mortero, moviendo la mano del mortero de izquierda a derecha, porque si lo hacían de derecha a izquierda, “a contra-reloj,” las tinciones no resultaban? Y Ruy respondió, en el mismo tono de broma: “No sólo eso, previamente había que soplar en el mortero el humo de los cigarros de marca Belmont, porque si no se hacía, o si se usaba un cigarro de otra marca, las tinciones no resultaban.”

Pero, dejando aparte los chistes, la frustración con técnicas inherentemente inestables y tornadizas era un precio insignificante que pagar en comparación con la inmensa gratificación de estar cerca de aquel maravilloso maestro español, de su insondable conocimiento y su desbordante simpatía. Yo sólo oí un par de sus clases, y no sé con qué palabras describir su agudeza y donaire, excepto hablando en andaluz: tenía ángel. La causa del desafecto de Ruy no obedecía a las condiciones de trabajo: tuvo causas más profundas. La perspectiva de la escuela española era fundamentalmente morfológica. Se puede uno hacer una idea de las principales líneas de investigación que perseguían Costero y su grupo en México consultando los trabajos publicados por ellos en la obra en dos tomos que se hizo en conmemoración del centenario de la Academia Nacional de Medicina de México en 1964.5 Reportan ahí acuciosas investigaciones hechas con admirable limpieza técnica sobre las células cromafines (las que se tiñen de color pardo con bicromato de potasio) y argentafines (las que contienen granulaciones capaces de reducir espontáneamente las sales amoniacales de plata). Se discute el significado bioquímico de estas reacciones; la distribución de dichas células en el organismo normal; en tumores que causan hipertensión; en el llamado “cuerpo carotídeo” (uno de los temas favoritos del maestro Costero) ; en células nerviosas que elaboran neuro-hormonas, etc.

Cada una de estas pesquisas bastaría para consumir la vida entera de un investigador. Su escrutinio sistemático había comenzado con el grupo de Cajal, y era natural que continuase con uno de sus más distinguidos prosélitos en México. Pero los procesos patológicos son abrumadoramente multiformes. Las tinciones argénticas no son adecuadas para definir su morfología en todos los casos. Ruy pensaba que su maestro confiaba demasiado en esas técnicas, tan poco estables. Ruy observaba la extraordinaria variedad de aspectos microscópicos en los procesos patológicos, como la inflamación, y hubiera querido conocer el origen de las células participantes, saber más por qué se disponían así, qué las llamaba al sitio de la lesión y mil otras cosas. Ansiaba saber más sobre el porqué de las lesiones y menos sobre “cómo se ven.” Quería informarse sobre otros puntos de vista. Obtuvo una beca para perfeccionar su educación profesional (Ojo: no su entrenamiento profesional; alguna vez escribió que el profesional “se educa, no se entrena.” Y agregaba socarronamente: “se entrenan los que hacen ‘guau’ ‘guau’; los que hablan, se educan.”). Y partió por un par de años, junto con su esposa, a los Estados Unidos de Norteamérica.

Cuando regresó, afirmó él mismo que “ya no hablaba el mismo lenguaje del doctor Costero.” Difería con él en múltiples respectos. Pensaba que la enseñanza de la patología debía insistir más sobre los mecanismos de las enfermedades y menos sobre los aspectos morfológicos de las lesiones. Recuérdese que Ruy fue autor del primer libro de texto de patología escrito por un patólogo latinoamericano y adoptado por varias escuelas de medicina de los Estados Unidos. Significativamente, dio a ese libro el título de Mechanisms of Disease (W.B. Samders Co., Philadelphia & London, 1966) . Los estudiantes de medicina de pregrado debían adquirir un concepto dinámico de la base de las enfermedades, y aprender aquello que los hiciera mejores médicos generales, en lugar de tratar de imitar lo que hacían los especialistas en patología. Pero quizá la mayor desavenencia se debió a la discrepancia de pareceres sobre la práctica médica de la anatomía patológica.

La escuela anglo-sajona de patología se preocupó por establecer una estrecha correlación entre la clínica y la anatomía patológica. La pericia del patólogo debía extenderse más allá de la identificación morfológica de las enfermedades, e incluir información sobre qué les sucede a los pacientes; qué puede esperarse del curso de las enfermedades. Ruy y su esposa acudieron para perfeccionar sus conocimientos al centro médico que entonces (la década de los 1950s) podía considerarse “la Meca” de este estilo de adiestramiento: el departamento de patología del Hospital Barnes, de Washington University en San Luis, Missouri, a cargo del Doctor Lauren V. Ackerman (1905-1993).

Tuve la oportunidad de ver cómo se entrenaban ahí los patólogos (a pesar del colorido lenguaje de Ruy, el diccionario de la RAE dice que “entrenar’ es “preparar o adiestrar a personas o animales,” si bien agrega “especialmente para la práctica de un deporte”) en la mencionada institución unos quince años después del paso de Ruy y su esposa por aquellos lares. El doctor Ackerman todavía vivía y su departamento seguía siendo sitio de élite para la educación de posgrado en patología. Los “residentes,” eran seleccionados de acuerdo a un sistema “piramidal”: de diez que ingresaban al programa, sólo cinco los más sobresalientes llegaban a beneficiarse del fogueo más intenso que podía obtenerse en ese sistema. Por ejemplo, tenían que dedicar espacios de tiempo al estudio concentrado de especímenes provenientes de algunos servicios de sub-especialización (gineco-obstetricia, cirugía de cuello, gastroenterología, etc.) y turnarse en ocupar lo que los residentes llamaban coloquialmente el “hot seat” (“la silla ardiente”). Ocupar tal sitial requería, entre otras cosas, contestar todas las preguntas que cirujanos y clínicos dirigían al Depto. de Patología en relación con los especímenes de su interés. En rigor, todo el programa era un fogueo intensivo. Había conferencias matutinas en las que se discutían los casos recientes. Los profesores, (léase los patólogos miembros del Staff hospitalario), bombardeaban a los jóvenes residentes con escrutadoras preguntas. No bastaba con que un residente hubiera hecho un diagnóstico correcto, se le cuestionaba sobre su conocimiento teórico más vasto. Por ejemplo:

”Dígame, ¿qué diagnósticos posibles le pasaron por la mente antes de ver las preparaciones histológicas? En otras palabras, considerando la edad, sexo, y localización del tumor ¿cuál es el diagnóstico diferencial de la lesión?” ¿Cree usted que las imágenes radiográficas hubieran orientado hacia el diagnóstico correcto?

O bien:

”Su diagnóstico es correcto. Ahora, ¿cuál es el promedio de sobrevida de pacientes afectados con ese diagnóstico? ¿Ha cambiado en los últimos cinco o diez años?” “¿Qué impacto han

tenido las terapias actuales, y cuáles han sido las más efectivas?” O bien:

”Su diagnóstico está equivocado. Efectivamente, el tumor que usted menciona puede presentarse en la misma localización del caso que nos ocupa, pero muy raramente. ¿Me podría usted decir, en orden de frecuencia, cuáles son los tres principales tumores que ocurren en este sitio anatómico?”

Todo esto en público, frente a los asistentes a la conferencia. Ello estimulaba a los residentes a la emulación mutua, y distinguía a los más capaces de los menos aptos para la práctica del diagnóstico. Humillaba, no cabe duda, a quienes mostraban ignorancia reiterativa. La vida entera de los educandos giraba entre el laboratorio y la biblioteca. No todos tenían las cualidades idóneas para seguir con éxito este tipo de adiestramiento, útil sobre todo en la práctica hospitalaria de una gran institución. Pero había también patólogos dedicados por entero (o casi) a la investigación en sus laboratorios y los jóvenes residentes de temple menos recio o más inclinados a una actitud contemplativa y altamente intelectual, gravitaban hacia esos laboratorios para cimentar su carrera de investigadores.

Cuando Ruy regresó a México y fue nombrado Director de la Unidad de Patología del Hospital General, que era en parte una dependencia de la Facultad de Medicina de la UNAM, implantó procedimientos del programa de enseñanza que había conocido en San Luis Missouri, modificándolos a su estilo y adaptándolos a las condiciones locales imperantes. Y así como estudiantes de todo el mundo acudían al laboratorio del Dr. Ackerman para formarse como patólogos, de igual modo jóvenes de todos los estados de la República Mexicana, y algunos de otros países, venían a educarse profesionalmente bajo la égida de Ruy Pérez Tamayo.

Eventualmente, “la Unidad” que él dirigía se convirtió en una cantera de patólogos: el sitio de procedencia de los mejores, muchos de los cuales regresaban a su terruño para aplicar los conocimientos adquiridos. Hubo un tiempo en que no existía ningún patólogo competente en la provincia mexicana que no se hubiera formado, o al menos pasado algún período de estudio en “la Unidad.”

Pasaron los años, y la extraordinaria labor de Ruy en la docencia, la investigación y la promoción de la ciencia y la cultura, le ganó los numerosos honores y preseas que todos conocemos. Desgraciadamente, el progresivo crecimiento de la pública estima no logró disminuir el distanciamiento que se había producido entre discípulo y maestro. Coexistían Costero y Ruy en la misma ciudad sin consultarse, sin visitarse, y sin tener el fructífero, cordial contacto que era deseable. Pero en todo este tiempo, me consta que Ruy jamás dejó de expresar su respeto y entrañable afecto por el maestro Costero. Contrariamente a lo que la caterva de aduladores serviles y cínicos zalameros propalaba, Ruy jamás dijo que su concepto de la patología fuese “mejor” o su conocimiento más profundo o más avanzado que el de su venerado mentor. Más adecuado a las condiciones de la práctica hospitalaria, sí. Mejor adaptado o más congruente con las necesidades del país, tal vez. Pero siempre insistió en que la divergencia era, esencialmente, cuestión de puntos de vista: “la patología es la misma,” decía, “pero hay dos maneras de practicarla: una más biológica y otra más clínica.” Y en algún lado escribió que si al maestro Costero le hubieran dado a elegir, “él hubiera preferido ser biólogo, y no médico.”

El tiempo, que cura todos los males, resuelve todos los conflictos, y corta todos los nudos gordianos, también en este caso fue decididamente resolutivo. El doctor Costero cayó gravemente enfermo. En sus días postreros, Ruy tuvo ocasión de mostrar nobleza de ánimo escogiendo voluntariamente el papel del hijo pródigo. Hizo lo que pudo para promover la producción del último libro del Doctor Costero, un libro sobre el cuerpo carotídeo, quizás su tema predilecto. La publicación se aceleró para que el maestro pudiera verlo antes de dejar este mundo. Es un libro curioso, un producto sin par; no conozco nada enteramente igual. Se trata de una especie de texto-atlas, bilingüe (español-inglés), compuesto de hojas sueltas en papel grueso reunidas en una carpeta de argollas.6 Contiene 156 ilustraciones, todas de campos microscópicos de preparaciones teñidas, claro está, con la técnica de impregnación argéntica. Lo notable del caso es que no se trata de ilustraciones impresas en el papel, sino de diapositivas, microfotografías o transparencias para proyección, de 2 x 2 pulgadas, como antes se usaba; todas numeradas y resguardadas en hojas de plástico. Se hicieron quinientos ejemplares. Es una obra de amor, claramente. La introducción abre con un lamento sobre el hecho de que el uso de la plata en las tinciones histológicas no solo está siendo olvidado, sino menospreciado en la mayoría de los laboratorios. “Pero aún quedamos algunos,” escriben Costero y sus colaboradores, “capaces de apreciar su portentosa versatilidad” que permite apreciar “detalles nunca vistos…” Parece que oímos no solo la voz de la ciencia, sino la voz de la pasión: del enamorado que elogia las bellezas de la amada, indetectables a los ojos de la generalidad. No es que el enamorado vea bellezas donde no las hay, sino que el amor potencia su visión, le imprime tal pujanza y robustez que la hace sensible a bellezas reales, que sin duda están ahí, pero que son imperceptibles para el común de los mortales en su vulgar miopía.

Escribí, párrafos arriba, que el genio español de la escuela de Cajal se manifestó gracias a tres cualidades de insólita magnitud: intuición, imaginación y capacidad de trabajo. Bien puede argüirse que las tres dimanan de una sola fuente: la pasión, el invencible amor por lo que hacían y pensaban. Tengo para mí que esta fue una de las más importantes enseñanzas que Ruy recibió de su maestro, a saber: que nada grande puede lograrse, ni siquiera en el ámbito de la ciencia o del pensamiento especulativo, sin que la llama de la pasión sirva de causa, incentivo, justificación y fuerza propulsora.

Las autoridades de la UNAM decidieron otorgar al doctor Costero un doctorado Honoris causa. Su estado de salud no le permitió asistir a la ceremonia de investidura. Pero Ruy estuvo con él en su cuarto de enfermo mientras ambos veían la ceremonia por televisión. “…mi maestro lloraba de felicidad,” comentó Ruy, “no solo por el reconocimiento que estaba recibiendo, sino también por el regreso del hijo pródigo. Murió unos cuantos días después.”

Hasta aquí me he referido a Ruy el patólogo, investigador y docente. Trazar una breve semblanza de Ruy el escritor, requeriría prolongar la tortura del benevolente lector más allá de lo humanamente tolerable. Porque la impresionante fuerza mental de Ruy se desbordó, se desparramó en una verdadera catarata de escritos que cubre un temario extensísimo, desde literatura juvenil, dirigida a jóvenes estudiantes de secundaria con el loable objetivo de encender en ellos el amor a la ciencia (Diez Razones Para Ser Científico, Mis Amigos de El Colegio Nacional, Soy Médico), hasta sesudos tratados sobre historia y filosofía de la ciencia (La Estructura de la Ciencia, Historia General de la Ciencia en México en el Siglo XX, ¿Existe el Método Científico?, La Revolución Científica, Discusiones Sobre la Vida y la Biología, etc.), pasando por sus conocidas disertaciones y obras de divulgación sobre temas médicos varios (El Concepto de Enfermedad: Su Evolución a Través de la Historia, De la Magia Primitiva a la Medicina Moderna, Las Transformaciones de la Medicina, Enfermedades Viejas y Enfermedades Nuevas, Serendipia: Ensayos Sobre Ciencia, Medicina y Otros Sueños, La Investigación en Medicina Asistencial, etc.).

Decía Ruy, con su habitual buen humor, que existe una enfermedad, verdadera forma de patología aún no clasificada, que podría denominarse en latín, según la vieja costumbre de la terminología médica insanabile cacoethes scribendi lo que se traduce como “la incurable

manía de escribir.” Añadía Ruy que su principal síntoma es “el horror a la página en blanco.” Se me ocurrió que tal vez algún clasicista de la UNAM le habría sugerido esta nomenclatura, pero he descubierto que la frase ocurre en Juvenal, el satírico “clásico.” En efecto, en la Sátira VII de Juvenal se lee:

…Tenet insanabile multos

Scribendi cacoethes et aegro in corde senescit

Lo que algunos eruditos traducen como “Muchos tienen la incurable enfermedad de escribir, y se hace crónica en sus mentes enfermas.” La extraña palabra “cacoethes” viene del griego κακόηθες (kakoethes), formada por la combinación del vocablo κακός, (kakos) “malo” y el substantivo ήθος (ethos) “hábito” o “carácter”; combinadas, las dos palabras significan “mal hábito,” o “propensión a” y más familiarmente “manía” o, como algunos dicen, “enfermedad.”

El gran ensayista inglés Joseph Addison escribió en el número 582 del periódico The Spectator que “Este Cacoethes es igual de epidémico que la viruela.” Tenía razón. La viruela ya ha sido dominada por la ciencia médica, pero el scribendi cacoethes sigue causando estragos.

Que Ruy la padeció en forma aguda es indudable y debe ser causa de regocijo. Porque el contagio, siempre lamentable en las enfermedades infecto-contagiosas, en este caso ha tenido las más venturosas consecuencias. En su copiosa y ubérrima producción literaria, Ruy nos deja a todos una rica herencia. Los jóvenes se sentirán intrigados y atraídos por las maravillas de la ciencia que Ruy tan admirablemente describió; los científicos buscarán maneras de prolongar o revisar líneas de investigación por él iniciadas; los filósofos escudriñarán sus obras a caza de ideas; los eticistas se referirán a sus tratados para completar sus indagaciones; los médicos encontrarán en sus múltiples escritos la carga de humanismo que da mayor profundidad y alto significado a sus cotidianas actividades. Y los viejos jubilados, como yo, nos sentiremos agradecidos de que Ruy haya escrito tanto. Porque, en su feraz producción Ruy fue algo así como el cronista de su medio. Describió hechos y personajes que al crítico adusto pudieron parecer triviales o superfluos en su momento, pero que a la distancia adquieren otro carácter.

Seres que nos fueron familiares, junto con otros que conocimos apenas, o sólo de vista: todos están ahí, pintados con la agilidad y gracia de la frase de Ruy. La sociedad que conocimos vuelve a ser creada, y nos invade un sentimiento indescriptible, hecho de la nostalgia de cosas pasadas, del agradecimiento de quien recibe un regalo precioso, y de orgullo por haber conocido y tenido la amistad de un hombre excepcional, el Doctor Ruy Pérez Tamayo.

REFERENCIAS

  1. Jean Paul Sartre, The Psychology of Imagination, traducción al inglés de . B. Frechtman (New York: Washington Square Press, 1966), pág.57.
  2. Alois Walde, Lateinisches etymologisches Wörterbuch, ed. J. B. Hofmann (Heidelberg: Winter, 1938), Tomo 1: pág. 459.
  3. Ruy Pérez Tamayo: “Homenaje al Maestro Isaac Costero.” En: Personas y Personajes. Fondo de Cultura Económica y El Colegio Nacional. México, 2011; pág. 5.
  4. Mitch Glickstein: “Golgi and Cajal: The neuron doctrine and the 100th anniversary of the 1906 Nobel Prize.” Current Biology Magazine 16, no. 5 (Marzo 7, 2006): R147-R151.
  5. Academia Nacional de Medicina. Libro Conmemorativo del Primer Centenario. Tomo 1. México D.F., 1964, págs. 13-47.
  6. Isaac Costero Tudanca, R. Barroso Moguel Y A. Chévez: El Cuerpo Carotídeo Normal y Neoplásico. The Normal and Neoplastic Carotid Body. Mexico D.F, Edamex editores, 1979.

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